sábado, 2 de junio de 2007

DOGVILLE DE LARS VON TRIER

Lars von Trier no es alguien complaciente con la industria. En esta ocasión, su puesta en escena bebe del teatro de Bertold Brecht e introduce la figura de un narrador omnisciente que va conduciendo el relato, a la vez que distanciando al espectador de la historia para que pueda reflexionar partiendo de lo que ve. Estructurada en un prólogo y nueve capítulos, y con un solo escenario en que las casas se reducen a una línea pintada en el suelo que delimita unas paredes y unas puertas inexistentes, el director busca la complicidad del espectador, para que con su imaginación construya el entorno en que se mueven los actores.
Ante esta opción artística, cada personaje adquiere un carácter arquetípico, significando unas ideas o más bien unas inclinaciones morales que les definen. Toda la película se convierte, en el fondo, en un cuento moral con sentido alegórico, que bucea en la condición humana y en su conciencia para acabar percibiendo la ambigua línea que separa el bien del mal, el amor desinteresado y la utilización de las personas para fines propios. Como es habitual en el director danés, sus acercamientos al hombre gustan de llevar los sentimientos hasta el extremo y lo irracional, con un amor –siempre de una mujer– impregnado de sentido del sacrificio hasta el holocausto o una inocencia que raya en la estupidez, sentimientos todos que atribuye a Grace en esta ocasión. Movimientos de péndulo desde la compasión hasta la más terrible cólera, desde la tolerancia y la necesidad de "recibir" y acoger solidariamente hasta la explotación y degradación de la persona. Todas las posibilidades de regeneración del alma humana, y también todas las debilidades y maldades a que puede llegar. Y todo para hablar de manera inmediata –y no sin cierta ironía y humor– de ese gran país que ya retrató en su anterior película, y por la cual algún crítico le objetó el hablar de los Estados Unidos sin haberlo pisado nunca. Pero la visión de Lars von Trier no se queda en el marco geográfico ni en el temporal: ha hecho una película universal, que funciona con ele-mentos abstractos e invisibles, pero reales porque están ahí, en el interior de cada persona.
Estéticamente, estamos ante todo un brillante trabajo de luz y sonido, de música y de escenografía minimalista con un claro carácter teatral, pero que no deja de lado unos recur-sos cinematográficos que utiliza con maestría: abundantes primeros planos, uso de barridos y de la cámara móvil, o travellings cenitales para hablar del alunizaje con el que el espectador se aproxima al mundo de Dogville, que no es otro que su propio mundo interior.
Con esta película, Lars von Trier logra una nueva obra maestra, aclamada en Cannes por la crítica aunque no obtuviera galardón alguno, y también en la Seminci en la que sirvió para levantar el telón en su última edición. Su extenso metraje –tres horas de duración– y su sentido abstracto y simbólico no impiden disfrutar de esta nueva radiografía del alma humana, yendo de la mano de una joven princesa que un día descubrió la cruda realidad y la mezquindad que puede alojarse en lo profundo del hombre.